Todos dicen que se admiran de mi fidelidad. Yo siempre insisto que es el Dios de Israel
el que ha sido fiel conmigo.
Soy
moabita, o sea que crecí en la tierra de Moab.
Allí no se conoce a Dios. Yo lo llegué a conocer cuando me casé con un
israelita que se había cambiado a mi barrio con sus padres y su hermano. Realmente fue la mamá de mi esposo la que me
enseñó los caminos de Jehová. Fue tan paciente y cariñosa conmigo que llegué a
amarla más que a mi propia madre.
Yo la
acompañé el día que murió su esposo y unos años más tarde, ella fue la que me
consoló cuando murió el mío, su hijo.
Dentro de diez años, ella lo había perdido todo y en una tierra extraña
se quedó sin marido, sin hijos y sin familia.
No la culpé cuando decidió regresar a sus propio país pero no podía
dejar de llorar al pensar que ya no estaríamos juntas y que ya no me enseñaría
más acerca de Dios. Decidí irme con
ella.
Por
el camino, trató de convencerme de que no debía dejar mi familia, mi país y mis
costumbres. De hecho, mi amiga, Orfa,
que nos acompañaba se despidió y regresó a Moab. Pero yo sentí que se me partiría el corazón
si tuviera que despedirme de ella y le conteste: “Noemí, ¡no me pidas que te
deje y que me separe de ti! Iré a donde
tú vayas y viviré donde tú vivas. Tu
pueblo será mi pueblo, y tu Dios será mi Dios.” Cuando vio que estaba decidida
a acompañarla, no insistió más y juntas nos fuimos al pueblo de Belén de dónde
era ella.
La
vida en Belén no era fácil. Me tardé en
aprender el idioma y me sentía muy tímida porque no conocía a nadie. Pero aunque me daba miedo salir sola, quería
cuidar de Noemí y necesitábamos comer.
Fui al campo y me puse a recoger las espigas que dejaban los
segadores. Trabajé duro todo el día y
el dueño me dijo que no fuera a ningún otro campo a recoger espigas. Después le ordenó a sus criados que no me
molestaran y me permitió tomar un poco de agua.
Yo le pregunté “¿Por qué se fija en mí y es tan amable aunque soy
extranjera? Y él me contestó, “Yo se que
has cuidado a tu suegra y que dejaste a tus padres y a tu patria por venir a
vivir con nosotros. ¡Que Dios te lo
pague!” Fue tan amable conmigo y me
habló con cariño a pesar de que no me conocía.
Cuando llegué a la casa cargada con cebada, Noemí me
preguntó dónde había estado trabajando.
¿Cómo iba a saber yo que aquel campo pertenecía a un pariente de
Noemí? ¡Solamente Dios me pudo haber
guiado hasta ese lugar!
Y así fue
que seguí trabajando y las cosas mejoraron un poco para nosotras. Hasta que un día, a mi suegra se le ocurrió
que yo debería volver a casarme. Me
explicó las costumbres de aquel lugar y aunque me parecían extrañas,
obedecí. Fui al campo y cuando el
pariente de Noemí que se llamaba Booz se
acostó junto al montón de grano, y me
acosté a sus pies. ¡Qué sorpresa se
llevó cuando despertó en la madrugada!
Cuando le expliqué la situación, me dijo que no tuviera miedo y que
todos en el pueblo hablaban de mi como mujer ejemplar. Me aseguró que haría los tramites necesarios
para casarnos.
El Señor me
llevó a Booz para que fuera mi marido.
No era joven ni tampoco bien parecido, pero siempre ha sido respetuoso y
cariñoso. Ahora tenemos un hijo y Noemí
me lo cuida como si fuera realmente su nieto.
Algunas mujeres le han asegurado que este pequeño será famoso en todo
Israel. Noemí dice que tiene la mirada
de un rey. Como les dije, algunos se admiran de mí y me bendicen por mi
fidelidad, pero Dios es el que ha sido fiel conmigo. Él me llamó en una tierra donde nadie lo
conocía, me cuidó cuando salí con Noemí y me dio un esposo y un hijo
maravilloso. Ser fiel es seguir al lado de una persona cueste lo que
cueste. Yo soy testigo de que Jehová es
fiel con los que lo obedecen. El Dios de
Noemí es y será mi Dios.